La navegación aérea a gran altura durante la Segunda Guerra Mundial evitaba sufrir el hostigamiento de la artillería antiaérea o algún encuentro con los cazas enemigos, pero, no obstante, provocó alguna incomodidad inesperada.
Debido a que la mayoría de aparatos no estaban presurizados, al volar a alturas superiores a los 7.000 metros se experimentaban las consecuencias de la falta de presión del aire. La más sorprendente –y también la más desagradable- fue la expansión de los gases intestinales que comenzaron a sufrir las tripulaciones de los aviones.
En mitad del recorrido, algunos tripulantes padecían fuertes dolores que, en el mejor de los casos, se saldaban con la expulsión natural de los gases, aunque esto ocasionaba otro tipo de molestias al resto del pasaje.
Este problema se solucionó modificando la dieta de los aviadores, eliminando los alimentos que provocaban aerofagia, como las legumbres, el maiz o las cebollas.
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