Tras la invasión de Noruega por parte de las tropas de Hitler, el 9 de abril de 1940, la población de este país escandinavo asumió que pasaría mucho tiempo antes de que los nazis fueran expulsados de su tierra. Aún así, los patriotas noruegos, al igual que los daneses, se mostraron decididos a plantar cara a las fuerzas ocupantes, en la medida de sus escasas posibilidades. Al igual que en Dinamarca, los noruegos suplieron su debilidad con una gran inventiva y capacidad de improvisación.
En el invierno de 1940-41, el cuartel general alemán en Oslo dictó una orden por la que la totalidad de las capturas de sardina debían ser entregadas a los ocupantes. Esta decisión fue muy mal acogida por los pescadores noruegos, puesto que dependían en buena parte de la pesca de la sardina para poder mantener a sus familias.
La resistencia noruega obtuvo así fuertes apoyos entre la población que dependía del negocio de la pesca, al sufrir en carne propia la política de saqueo económico implantada por los nazis, no tan sólo en Noruega, sino en toda la Europa ocupada.
Un miembro de la resistencia infiltrado en el cuartel general germano averiguó que las sardinas confiscadas a los pescadores iban destinadas a la base de submarinos de Saint Nazaire, en Francia; de allí partían los U-Boot que atacaban en mitad del Atlántico a los convoyes aliados que aprovisionaban a Gran Bretaña. Así pues, las sardinas noruegas formarían parte de los víveres que las tripulaciones de los sumergibles alemanes necesitaban para sus largas misiones en alta mar.
Los noruegos se encontraban así en medio de una disyuntiva. Si entregaban a los alemanes sus sardinas, estaban colaborando con el esfuerzo de la Kriegsmarine para derrotar a los Aliados en la decisiva batalla del Atlántico. Pero si se negaban a colaborar, nada podría librarles de las terribles represalias germanas.
La solución a tal dilema la aportó un miembro de la resistencia. Tuvo una idea genial, pero necesitaba la ayuda de los británicos. Gracias a un equipo de radio, los resistentes noruegos hicieron un insólito encargo a su contacto en Londres; pidieron todos los barriles que pudieran reunir de aceite de crotón. Esta sustancia, extraída de las semillas de esta planta, es un potente purgante, por lo que se suele administrar a animales que sufren estreñimiento.
Los británicos se sorprendieron, obviamente, por la inusual petición, pero les hicieron llegar los barriles, camuflados como combustible, haciendo la entrega a un pesquero noruego. Una vez que los miembros de la resistencia tuvieron en sus manos el aceite de crotón, lo aplicaron en varias partidas de sardinas destinadas a los alemanes. Estos no sospecharon nada extraño, puesto que era habitual untarlas en aceite para facilitar su conservación.
Llegados a este punto, siento no poder referir al lector los detalles del previsible desenlace de esta historia. Presumiblemente, algunos submarinos con base en Saint Nazaire se aprovisionaron con estas sardinas y partieron en busca de sus objetivos en el Atlántico. No se sabe cuántas tripulaciones comprobaron las virtudes laxantes del aceite de crotón, pero de lo que no hay duda es que este purgante tuvo que provocar en los desafortunados marineros un efecto devastador...
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