Tras la derrota de Polonia, una vez aplastada por los panzer en menos de un mes, los alemanes pusieron en práctica de inmediato el sistema económico que imperaría más tarde en toda la Europa ocupada. Los nazis establecieron un flujo de bienes en dirección al Reich prácticamente sin contrapartidas, lo que convertía ese sistema en un método de pillaje institucionalizado.
En Polonia, la mayor parte de productos del campo eran enviados a Alemania, ya fuera a través de compras legales con un marco alemán sobrevalorado de forma artificial o simplemente mediante la incautación. Mientras se llevaba a cabo este saqueo, los naturales del país se morían literalmente de hambre.
Un inspector polaco que colaboraba con los nazis se dedicaba a visitar las granjas de cerdos y apoderarse de los animales que iban a ser transportados a tierras germanas. Para ello grapaba unas chapas metálicas en las orejas de los cerdos, en las que figuraba el símbolo del águila nazi, certificando de este modo que pertenecían desde ese momento a los alemanes. Por lo tanto, cualquiera que matase alguno de esos cerdos podía ser de inmediato condenado a muerte, acusado de destruir una propiedad del Reich.
La entusiasta colaboración del inspector, evidentemente, no era vista con buenos ojos por los sufridos aldeanos que pacientemente habían engordado esos animales. Así pues, un grupo de resistentes polacos capturó al traidor, dispuestos a darle una lección.
El castigo, no por previsible, fue menos significativo. Para que todos supieran de su despreciable fidelidad al Tercer Reich, ¡los guerrilleros le graparon una de aquellas chapas en cada oreja!
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